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Vira y Olena cuidan la casa, le acarician el paladar con sus escobas, le aflojan las puertas con aceite. La casa recuerda, mientras todos olvidan, cómo le brotó el lenguaje, cómo dijo recién nacida: Soy la casa de mí. En ese frenesí de palabras nombró y contuvo a los huesos que se escondían en sus muros: fue el eco del llanto de la niña tehuelche que don Demetrio mandó traer de la campaña del desierto; fue el grito del futuro en una asamblea infinita en la que aún participan los muertos. Recuerda también abrirse ante la llegada de Taras, que vino a declarar que nada le pertenece a nadie, a demostrar que las cosas, todas, son para jugar. Indócil narra la historia de amor que, en 1907, rodeó la huelga de las escobas, cuando las habitantes de los conventillos de Buenos Aires decidieron dejar de pagar la renta y salir a barrer la inmundicia del mundo capitalista.