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Si estas confesiones de Rousseau son una de las obras cumbre de todos los tiempos, es porque su autor inauguró con ellas la modernidad. Por primera vez, la contradicción y la contradicción radical eran asumidas sin ambages como realidades constitutivas de la condición humana. Rousseau nos ofrece la pintura de su alma sin callar nada, con la autenticidad de la voz como única ley. El filósofo francés, ilustrado y romántico, puede ser citado como precursor de cuanto ocurrió después, precisamente porque en sí mismo palpitaban con fuerza primigenia las corrientes que darían forma al mundo contemporáneo. Rousseau es la gran figura de la Ilustración racional que ya Diderot señaló como el padre de las antiluces y el irracionalismo; es el ícono de la democracia cuyas doctrinas sirvieron de base al totalitarismo; es el jacobino que se oponía a los cambios revolucionarios; es el individualista defensor de una sociedad de hombres libres e iguales que sobrepuso la nación al individuo; es el novelista romántico amado por las mujeres que apenas ocultó su misoginia; es el admirado pedagogo que abandonó a sus cinco hijos en un hospicio... Es difícil no sentirse interpelado por esa contradicción esencial que confiesa Rousseau; es difícil no conmoverse ante la absoluta verdad de un ser consagrado a hallar el sentido de la propia existencia y a desarrollar sin trabas la propia personalidad para cumplir ese designio.